Desde hace unos cinco años, cuando compre mi pequeño Ford FIESTA plateado e inicie la ardua tarea de aprender a manejar –que aún no concluyo- descubrí que conducir un carro te somete a la práctica diaria de la tolerancia y la paciencia, que es al mismo tiempo un dispositivo que dispara diversas situaciones en las que tendrás que probar tu capacidad de socialización, negociación y hasta de trasgresión y por ser poseedora de una alta torpeza social me protejo siendo sumamente precavida al conducir. Pero, un día martes del mes de octubre del año en curso, al llegar a la clínica donde practico el “ejercicio privado de mi profesión”, encontré la entrada del estacionamiento trancada por un automóvil mal parado, y el sólo hecho de tener que bajarme a decirle a la secretaria que buscara el dueño del carro para que lo moviera y luego estacionar mi carrito en retroceso (tarea sumamente ardua para mis pocas habilidades visoespaciales) en un lugar sumamente pequeño (tarea sumamente ardua para mis pocas habilidades visoespaciales) me llenó de pereza y decidí dejar mi carro sobre la acera del frente de la clínica posterior a que me invadiera el pensamiento mágico omnipotente de que nada pasaría, total, solo me tardaría unas escasa hora y media. Unos veinte minutos después la Ley de Murphy determinó que la secretaria entrara a mi consultorio a darme una “no tan buena noticia”:
- Su carro se lo acaba de llevar una grúa.
Sonriente y como sonámbula camine hacia donde debería estar mi carrito, iba pensando que una grúa macabra conducida por unos ladrones lo habían robado, pero fue peor: una grúa macabra conducida por unos ladrones lo habían secuestrado y lo tenían en un extraño lugar llamado TENERIA. La secretaria, una paciente y una de las médicos de la clínica me dieron la dirección del fulano estacionamiento de Transito que quedaba por Puente Hierro y me instaban a que reclamara mis derechos y no me dejara sobornar por esos “ladrones” que se habían llevado el carro cuando estaba tan bien estacionado.
Llamé un taxi y una vez que me subí en él le conté al taxista mi desdicha, a lo que él respondió iniciando un discurso descalificador en el que inculpaba a Transito Terrestre, al Alcalde, al Gobernador, al Presidente y a todo chavista, de semejante corrupción. El destartalado taxi se fue introduciendo por pequeñas calles extraviadas casi fantásticas, calles de abastos imperceptibles y desusados, donde los enlatados deben estar adornados por fechas de vencimiento ya expiradas. Calles estrechas que se ondulaban en bajadas y subidas perniciosas, llenas de hombres desempleados que descansan sus angustias y carencias en una botella de cerveza. El camino halló su fin en una especie de calle ciega donde el taxista me dejó botada luego de cobrarme diez mil bolos y decirme “hasta acá la puedo acompañar, de aquí en adelante le toca sola”. Cualquiera diría que ese conductor era mi mentor y que después de acompañarme por toda mi vida ahora me dejaba sola para probar mi fortaleza.
Me baje con cautela ya que el sitio lo ameritaba, era una suerte de cementerio de automóviles y es que aunque solo estén secuestrados, los automóviles al entrar se cubren de un polvo fino que les añade un toque de antigüedad, de esa antigüedad de la que estaba cubierto todo el “estacionamiento”. Fui recibida por un joven quien gentilmente me informó que lo primero que tenia que hacer era revisar mi carro para confirmar que no le faltaba nada. Sin abandonarme y siempre a mi lado, como un Hermes en el inframundo o un Virgilio en el Infierno, me guió hasta donde estaba mi Ford Fiesta que ya no era plateado sino gris polvo. Lo revise y efectivamente le faltaban los rines y la antena, le faltaban como hacia dos años le venían faltando. Me entristeció verlo allí abandonado y con toda la molestia de la que fui capaz reclame la injusticia que conmigo y con Luna (así se llama mi carrita) estaban cometiendo. Francamente, mi acompañante era inmutable y me llevo, atravesando el terreno árido y pedregoso del estacionamiento, hasta una pequeña oficina en la que nunca entre, ya que me mandaron a sentar en una silla vieja, inestable y toda rota. Allí esperé unos segundos tras de los cuales apareció, quien yo creo llevaba la batuta, vaya usted a saber que jerarquía tiene, sólo sé que parecía un charro mexicano, salido de una película de Pedro Infante y presto a cantar “los amores mas bonitos, son como la verdolaga, que se les toca tantito y crecen como una plaga”, sin embargo no cantó y con gran reverencia se presentó (juro que no recuerdo el nombre) e inmediatamente yo salté a explicarle mi situación pero igual de inmutable que mi anterior compañero y guía me paso a hablar con el Cabo, así me dijo:
- Hable con el Cabo. Él le explicará.
Pase a otra oficina igual de desolada, de triste, de indolente. No había donde sentarse y me senté sobre el escritorio. El Cabo que me atendió se me pareció mucho a Tin Tin, la caricatura francesa, y me miraba muuy preocupado por mi situación, por haber cometido la grave falta de dejar mi carro estacionado sobre la acera, falta por la que me cobrarían no sé cuantas Unidades Tributarias, pero el resultado en realitos eran DOSCIENTOS NOVENTA Y CUATRO MIL BOLIVARES, mas SESENTA Y TRES MIL BOLIVARES por gastos de transporte. Debía llenar una planilla bancaria e ir a depositar en un Banco que nunca supe cual era. De pronto con todo el rostro compungido de pura generosidad por mí, preguntó:
- Usted necesita el carro lo antes posible Doctora?
- Sí – respondí.
- Vamos a hacer una cosa. ¿Cuánto tiene en efectivo?
- Pues... Nada. Acabo de sacar lo necesario para el taxi que me acaba de traer.
- Que problema... Y usted necesita el carro hoy, verdad. Porque, no le va a dar tiempo de llegar al Banco y tendrá que buscar el carro mañana. Pero nos puede dejar la mitad de lo requerido y se lleva el carro de una vez.
- Le puedo entregar un cheque – yo sabia que DE BOLAS NOOOO.
- No, cheque no nos sirve.
- Bueno... tendré que ir a buscar un cajero. ¿Dónde puedo tomar un taxi?.
Y en ese momento apareció de nuevo en la historia el Charro Juárez y me dijo:
- Venga, yo le consigo un taxi, yo la acompaño.
Recordé a Bolaños en “Los detectives Salvajes” y a Vallejos en “El desbarrancadero”, los dos de distintas formas coincidían en que México era el país del soborno o “la mordida” pero... de pana, creo que nunca se dieron una visita por estos lares.
El Charro Juárez me acompañó hasta la salida, y allí me dijo que lo más rápido era llamar a un Moto taxi, “esos si que son rápidos” y sin esperar mi respuesta lo llamó y en menos de tres minutos ya el motorizado estaba frente a mí:
Yo: No, disculpe, yo nunca me he montado en una moto, mucho menos en una moto-taxi.
Charro Juárez: Tranquila, estos son muy seguros.
Moto-taxitero: Es verdad, yo no soy un loquito, soy bastante responsable. No tenga miedo, conmigo va segura.
Yo: No, de verdad, discúlpenme, pero no me atrevo a montarme allí. No me parece seguro.
Moto-taxitero: Móntese.
Yo: ¿Sin casco?.
Charro Juárez (representante de Transito Terrestre): Tranquila. Váyase así.
Yo: Y de donde me voy a sostener .
Moto-taxitero: De mí.
Me senté a horcajadas en la parte de atrás de la moto, que entiendo se llama parrilla. Con mi brazo derecho rodee la cintura del moto-taxitero y mi izquierdo lo dejé reposar sobre su espalada mientras mi mano se prensaba en su hombro; incline mi pecho hacia delante, para sentirme bien segura. La moto arrancó. A pesar del aire que me fastidiaba en los ojos y el miedo por la idea parásita de la posibilidad de un Traumatismo Craneoencefálico, no dejaba de pensar en la cercanía tan inconveniente con aquel extraño. La planitud de mis senos rozaba impúdicamente en su espalda y la firmeza de su cintura no le era ajena a la piel de mi brazo derecho. Yo, quien cree firmemente en la biología humana, no podía dejar de preocuparme por el aumento de la frecuencia cardíaca y de mi respiración que se advenían sin ninguna moderación. De seguro aquel extraño sentiría los cambios que en mi se sucederían. Trate de no respirar, de distanciar mis pechos de su espalda y en algún momento, aquel hombre comenzó a hablarme, a hacerme preguntas, de aquellas preguntas que en las fiestas de adolescentes te hace quien contigo baila algún bolero. Cómo te llamas, que haces, donde vives, cuánto tiempo tienes trabajando, etc... Era difícil hablar contra la corriente de aire que se me venia de frente y gracias a Dios que así fue, porque lo menos que yo quería en aquel momento era hablar con aquel extraño. Por fin llegue al cajero, me baje y busque el dinero. Al regresarme, decidí que ese viaje de regreso lo disfrutaría lo más que pudiera, y entonces, rodee aquella cintura, ya algo conocida, con mayor seguridad y acerque mis pechos hacia aquélla extraña espalda y los deje reposar sin tanto recelo. Así, viaje de regreso, por toda Quinta Crespo y al bajarme de nuevo en Tenería, pague lo correspondiente a aquel viaje y con precaución me retire sin mirar los ojos de aquel extraño, no me quería decepcionar.
Llegue más segura, y entregué lo que me pedían por el rescate de Luna, ya a esas alturas de la tarde fueron ciento treinta mil bolívares. El cabo tin tin en un momento se quejó conmigo de cómo la gente le reclamaba cuando él lo único que hacía era “cumplir la ley”. Ya no tenia deseos de molestarme y con la mayor tolerancia y ecuanimidad de lo que soy capaz le dije:
- Aquí nadie esta cumpliendo la ley. Aquí nadie es inocente. Yo sé que no debí estacionar en la acera y por ello estoy pagando, pero no le estoy pagando al Estado le estoy pagando a ustedes. Es por demás difícil cumplir la norma en esta ciudad tan anárquica, es imposible que yo siempre estacione en un lugar adecuado y es imposible que ustedes se lleven a los mayores trasgresores, por eso es que no eres capaz de acercarte hasta la Cruz Roja y remolcar a todos los que frente a esa institución están mal estacionados, tu sabes que te lincharían. Yo te pago lo que me pides y me voy y no digo mas nada, pero no me castigues con discursos moralistas y mucho menos con posturas de víctima.
No sé si el Cabo tin tin me entendió, aunque creo que sí, era el único de todos lo personajes que en aquella extraña dimensión se movían, que parecía tener cierto grado de inteligencia. Me sentí una heroína, me sentí asertiva como dicen los libros de autoayuda, creo que me sentí así no porque le haya ganado una a esta corrupción cotidiana y mediocre, sino porque no deje que me echaran a perder toda la tarde, no lograron que me sintiera mal ni que se disparara alguna suerte de ataque de pánico.
Me monte en mi carrita y le agradecí lo buena que ha sido conmigo, tan solidaria, tan adecuada. Tome la autopista rumbo a mi casa y fue imposible que detuviera las sonrisas que se insertaba en mi rostro cada vez que pasaba un motorizado, y como dijera alguna vez en algún cuento que alguna vez escribí: debía estar feliz de que Thánatos no lograra deshacer mí apuesta a la vida.
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