Para Ani,
Donde quiera que esté...
Según Juan Liscano “la demonología judeocristiana indica que Satán tiene preferencia por las mujeres, a quienes convertía en sus cómplices (...) el criterio patriarcal veía a la mujer una presa fácil del demonio debido a su coquetería, a sus seducciones”. Sobre este postulado se esgrime el hombre como victima de una mujer convertida en demonio que lo arrastra hacia el desorden de la sexualidad sin él tener posibilidad de “defenderse”. Estos fundamentos patriarcales subyacen aún en nuestra cultura tan vivos como en la Edad Media pero enmascarados y enredados en discursos “científicos psicológicos” construidos desde una doble moral.
Hace algunos días sostuve una grata discusión con un grupo de amigas donde salió a relucir una situación moral y éticamente inadecuada donde la “honorabilidad” de una mujer se puso en juego por su capacidad de seducción y su libido un poco alta, esa noche tuve un deja vu de una escena vivida hacia 27 años, allá por 1979.
Mientras yo cursaba tercer año de bachillerato, a muy temprana edad, la dinámica patriarcal me puso en contacto con la falta de equidad entre los géneros y lo injusto de los juicios hacia las mujeres. En aquella época mi acentuada timidez, mi exagerada estatura para la edad y mis escasos atributos estéticos me mantuvieron, como aun me mantiene, fuera del clan de niñas populares y bonitas y podríamos decir que fiel y presente militante de las minorías (feas, brutas, gordas, negras y putas). Como si de una confesora a tiempo completo se tratara las niñas menos privilegiadas se acercaban a mí a contarme sus historias y ese año Ani fue quien me eligió como su escucha. Ella era una joven de catorce años, de mediana estatura y cuerpo precozmente voluptuoso, de cabellos extremadamente rizados (pelo malo) y presa de la moda intentaba llevar el peinado que Bo Dereck, La mujer 10, había puesto a rodar como símbolo de belleza; en aquel intento la cabeza de Ani se lleno de trenzas rígidas, firmes e inflexibles que no caían suaves sobre sus hombros al contrario salían perpendiculares de su cráneo como si de los rayos de un sol infantil se tratara, ese peinado fue objeto de burlas para muchos y de criticas estúpidas para muchas. Ani me contaba de los tres novios que tenia: uno por su casa, uno en el liceo y otro que había conocido en el mercado. Como parte de sus esfuerzos por cumplir con las pautas de belleza exigidas, que ella no poseía, mostraba las zonas de su cuerpo que más llamaban la atención y entonces asistía a las clases teóricas con el uniforme de Educación Física, un “chor de banlon” marrón que dejaban al descubierto sus piernas torneadas y moldeaba su pompi. Algunas mañanas Ani llegaba tarde, exaltada y sudorosa, y me contaba que venia de sus encuentros amorosos con su novio con quien se veía en la cañada que bordeaba el liceo. A ella la rodeaban los niños como los hombres rodearon a Circe, como unos cerdos, osos o lobos no se separaban de ella; pero un día Ani amaneció de mal humor y cuando Arnulfo quiso meterle mano y al no separase después de su dos DEJAME! lo empujo con tal fuerza que éste fue a dar con su cuerpo pequeño contra una de las paredes del salón, ese desborde de fuerza determino el juicio de Ani. El profesor que daba clase en el salón de al lado entró a poner orden y salió Arnulfo como un pendejo acusándola de lo que le había hecho y se reunieron para el juicio: la Profesora Guía, la Profesora de Orientación, la Subdirectora y todo el salón. Uno a uno nos levantaron para dar nuestra opinión y todos los alumnos y en especial alumnas unánimemente pensaban que ella era culpable por ser una provocadora, sediciosa y turbulenta que cual Eva en el paraíso tentaba a los pobres hombres y ellos “hombres al fin no podían controlar sus impulsos”. De esa última sentencia salió la decisión: la suspensión por una semana para Ani. Yo que mal podía saber de patriarcalidad e inequidad de géneros, sólo entendía que el juicio no había sido justo y venciendo mi Fobia Social (entiéndase timidez extrema) y aprovechando el valor que tenia el hecho de ser la delegada de curso, me levante y dije que si Arnulfo no podía controlar sus impulsos no era por ser hombre si no por ser un animal ya que sólo un animal se le justifica que actué solo por impulso o reflejo y entonces ya sea por animal o por abusador también se merecía su semana de suspensión. Creo que mis palabras llegaron a la profesora de orientación y mi propuesta se cumplió y para Arnulfo pasé a ser una niña estúpida que contradecía a todo el grupo por fea.
Así quedo toda la historia y terminó el año escolar y pase a mi Ciclo Diversificado dejando atrás a todo ese grupo y toda esa historia. Muchos años después, ya como estudiante de medicina, un domingo en una misa a la que yo asistía en la Iglesia San Pedro, me encontré con la mamá de Ani y emocionada me le acerqué para saludarla y le pregunté por ella y con su rostro triste me señalo hacia la fila de la gente que comulgaba y allí estaba Ani: seria, ausente, lejana, esperaba para recibir el cuerpo de cristo, el único cuerpo masculino que podría recibir en colectivo sin ser juzgada; quise acercarme y su mamá me detuvo para decirme que no la saludara, que Ani estaba internada en el Psiquiátrico y ese domingo le habían dado permiso para ir a misa y no quería que al verme los recuerdos la perturbaran, ese día me entere que Ani sufría de un Trastorno Bipolar y aquella libido exaltada de sus catorce años fueron sus primeros síntomas. Nadie en aquel momento pudo ver más allá de una niña alborotada y necesitada de hombre, de una joven que ponía en peligro el control y dominio de la sexualidad, a ninguno de los Profesores se les ocurrió que tras esa niña desenfrenada había una potencial paciente siquiátrica y que lo menos importante era su exaltada sexualidad amoral frente al deterioro por la psicosis que se le venia encima.
La noche de la grata discusión con mis amigas salió el mismo juicio, a quien se juzgaba era una mujer voluptuosa, que acostumbraba vestirse dejando ver el encanto de sus muy amplias mamas utilizando blusas o suéteres muy ajustados y algunas veces optaba por trajes descotados; de tez muy blanca se adornaba a si misma con colores brillantes que iban desde rojo hasta el violeta, se sobrecargada de pulseras, collares y grandes zarcillos así como de sonrisas y acercamientos, síntomas y signos, entre otros, compatible con un Trastorno Bipolar, los hombres se acercaron a ella y algunos quizás, no lo sé, lograron apagar su ardor y esa noche se supo de la identidad de uno de ellos y desde la voz femenina se dejo escuchar algo como:
— Que iba a hacer el pobre cuando la caraja le restregaba las tetas en la cara¡¡¡¡¡
Pobre hombre que podía hacer, pues que más: cojersela¡¡¡¡ pero como un acto de intimidad, como una decisión tomada por él bajo su propia responsabilidad y no como una suerte de reflejo despertado por unas tetas, porque si esas tetas no fuesen firmes y eróticas las rechazaría y se despreciaría a quien se las ofreciera. Pero no, vuelve a quedar el hombre como una victima de la “mujer lujuriosa, devoradora de almas, demonio andrógino producto de la angustia sexual”, como si todos y todas no hubiésemos tenido ese encuentro con la sexualidad desordenada e impulsiva pero racionalmente asumida, parece que aun nos llevamos por una moral tartufiana e hipócrita que nos devuelve a la época victoriana descrita por Juan Liscano en su libro Mitos de la Sexualidad: “los modales y el disimulo constituían una virtud. Si se cumplía con las normas de la buena sociedad, se podía hacer a escondidas todo lo que se condenaba en publico. La mujer se revestía de una armazón de telas, guantes y botines que no dejaban ver un lunar. El velillo de la cara completaba el disfraz de honorabilidad puritana y femenina. Luego la gracia estaba en desvestirla secretamente, de fornicarla entre pelambres, cabelleras, almohadas, ropa interior, sudores y ayes de éxtasis breve.”
Hoy recuerdo a Ani y me pregunto que será de su vida, cuantos hombres pasaron por ella sin entender que su sexualidad podía ser su fuente de sufrimiento, cuantos hombres lograron verla como algo mas que una puta desenfrenada, reflexión que me devuelve a mi misma y todas aquellas que nos hemos responsabilizado por nuestra sexualidad y me pregunto también cuantos hombres han pasado por la vida de cada una de nosotras que sin decirlo nos consideran putas porque en algún momento hemos dejado ver nuestros deseos, nuestra lujuria y voy mas allá, porque las mujeres no soportamos ver como otra se deja de hipocresías y expone sus apetitos sexuales sin tanta falsedad, convirtiéndonos en las crueles juezas de nosotras mismas, me pregunto hasta cuando nosotras dejaremos de ser el brazo verdugo de la patriarcalidad.
Donde quiera que esté...
Según Juan Liscano “la demonología judeocristiana indica que Satán tiene preferencia por las mujeres, a quienes convertía en sus cómplices (...) el criterio patriarcal veía a la mujer una presa fácil del demonio debido a su coquetería, a sus seducciones”. Sobre este postulado se esgrime el hombre como victima de una mujer convertida en demonio que lo arrastra hacia el desorden de la sexualidad sin él tener posibilidad de “defenderse”. Estos fundamentos patriarcales subyacen aún en nuestra cultura tan vivos como en la Edad Media pero enmascarados y enredados en discursos “científicos psicológicos” construidos desde una doble moral.
Hace algunos días sostuve una grata discusión con un grupo de amigas donde salió a relucir una situación moral y éticamente inadecuada donde la “honorabilidad” de una mujer se puso en juego por su capacidad de seducción y su libido un poco alta, esa noche tuve un deja vu de una escena vivida hacia 27 años, allá por 1979.
Mientras yo cursaba tercer año de bachillerato, a muy temprana edad, la dinámica patriarcal me puso en contacto con la falta de equidad entre los géneros y lo injusto de los juicios hacia las mujeres. En aquella época mi acentuada timidez, mi exagerada estatura para la edad y mis escasos atributos estéticos me mantuvieron, como aun me mantiene, fuera del clan de niñas populares y bonitas y podríamos decir que fiel y presente militante de las minorías (feas, brutas, gordas, negras y putas). Como si de una confesora a tiempo completo se tratara las niñas menos privilegiadas se acercaban a mí a contarme sus historias y ese año Ani fue quien me eligió como su escucha. Ella era una joven de catorce años, de mediana estatura y cuerpo precozmente voluptuoso, de cabellos extremadamente rizados (pelo malo) y presa de la moda intentaba llevar el peinado que Bo Dereck, La mujer 10, había puesto a rodar como símbolo de belleza; en aquel intento la cabeza de Ani se lleno de trenzas rígidas, firmes e inflexibles que no caían suaves sobre sus hombros al contrario salían perpendiculares de su cráneo como si de los rayos de un sol infantil se tratara, ese peinado fue objeto de burlas para muchos y de criticas estúpidas para muchas. Ani me contaba de los tres novios que tenia: uno por su casa, uno en el liceo y otro que había conocido en el mercado. Como parte de sus esfuerzos por cumplir con las pautas de belleza exigidas, que ella no poseía, mostraba las zonas de su cuerpo que más llamaban la atención y entonces asistía a las clases teóricas con el uniforme de Educación Física, un “chor de banlon” marrón que dejaban al descubierto sus piernas torneadas y moldeaba su pompi. Algunas mañanas Ani llegaba tarde, exaltada y sudorosa, y me contaba que venia de sus encuentros amorosos con su novio con quien se veía en la cañada que bordeaba el liceo. A ella la rodeaban los niños como los hombres rodearon a Circe, como unos cerdos, osos o lobos no se separaban de ella; pero un día Ani amaneció de mal humor y cuando Arnulfo quiso meterle mano y al no separase después de su dos DEJAME! lo empujo con tal fuerza que éste fue a dar con su cuerpo pequeño contra una de las paredes del salón, ese desborde de fuerza determino el juicio de Ani. El profesor que daba clase en el salón de al lado entró a poner orden y salió Arnulfo como un pendejo acusándola de lo que le había hecho y se reunieron para el juicio: la Profesora Guía, la Profesora de Orientación, la Subdirectora y todo el salón. Uno a uno nos levantaron para dar nuestra opinión y todos los alumnos y en especial alumnas unánimemente pensaban que ella era culpable por ser una provocadora, sediciosa y turbulenta que cual Eva en el paraíso tentaba a los pobres hombres y ellos “hombres al fin no podían controlar sus impulsos”. De esa última sentencia salió la decisión: la suspensión por una semana para Ani. Yo que mal podía saber de patriarcalidad e inequidad de géneros, sólo entendía que el juicio no había sido justo y venciendo mi Fobia Social (entiéndase timidez extrema) y aprovechando el valor que tenia el hecho de ser la delegada de curso, me levante y dije que si Arnulfo no podía controlar sus impulsos no era por ser hombre si no por ser un animal ya que sólo un animal se le justifica que actué solo por impulso o reflejo y entonces ya sea por animal o por abusador también se merecía su semana de suspensión. Creo que mis palabras llegaron a la profesora de orientación y mi propuesta se cumplió y para Arnulfo pasé a ser una niña estúpida que contradecía a todo el grupo por fea.
Así quedo toda la historia y terminó el año escolar y pase a mi Ciclo Diversificado dejando atrás a todo ese grupo y toda esa historia. Muchos años después, ya como estudiante de medicina, un domingo en una misa a la que yo asistía en la Iglesia San Pedro, me encontré con la mamá de Ani y emocionada me le acerqué para saludarla y le pregunté por ella y con su rostro triste me señalo hacia la fila de la gente que comulgaba y allí estaba Ani: seria, ausente, lejana, esperaba para recibir el cuerpo de cristo, el único cuerpo masculino que podría recibir en colectivo sin ser juzgada; quise acercarme y su mamá me detuvo para decirme que no la saludara, que Ani estaba internada en el Psiquiátrico y ese domingo le habían dado permiso para ir a misa y no quería que al verme los recuerdos la perturbaran, ese día me entere que Ani sufría de un Trastorno Bipolar y aquella libido exaltada de sus catorce años fueron sus primeros síntomas. Nadie en aquel momento pudo ver más allá de una niña alborotada y necesitada de hombre, de una joven que ponía en peligro el control y dominio de la sexualidad, a ninguno de los Profesores se les ocurrió que tras esa niña desenfrenada había una potencial paciente siquiátrica y que lo menos importante era su exaltada sexualidad amoral frente al deterioro por la psicosis que se le venia encima.
La noche de la grata discusión con mis amigas salió el mismo juicio, a quien se juzgaba era una mujer voluptuosa, que acostumbraba vestirse dejando ver el encanto de sus muy amplias mamas utilizando blusas o suéteres muy ajustados y algunas veces optaba por trajes descotados; de tez muy blanca se adornaba a si misma con colores brillantes que iban desde rojo hasta el violeta, se sobrecargada de pulseras, collares y grandes zarcillos así como de sonrisas y acercamientos, síntomas y signos, entre otros, compatible con un Trastorno Bipolar, los hombres se acercaron a ella y algunos quizás, no lo sé, lograron apagar su ardor y esa noche se supo de la identidad de uno de ellos y desde la voz femenina se dejo escuchar algo como:
— Que iba a hacer el pobre cuando la caraja le restregaba las tetas en la cara¡¡¡¡¡
Pobre hombre que podía hacer, pues que más: cojersela¡¡¡¡ pero como un acto de intimidad, como una decisión tomada por él bajo su propia responsabilidad y no como una suerte de reflejo despertado por unas tetas, porque si esas tetas no fuesen firmes y eróticas las rechazaría y se despreciaría a quien se las ofreciera. Pero no, vuelve a quedar el hombre como una victima de la “mujer lujuriosa, devoradora de almas, demonio andrógino producto de la angustia sexual”, como si todos y todas no hubiésemos tenido ese encuentro con la sexualidad desordenada e impulsiva pero racionalmente asumida, parece que aun nos llevamos por una moral tartufiana e hipócrita que nos devuelve a la época victoriana descrita por Juan Liscano en su libro Mitos de la Sexualidad: “los modales y el disimulo constituían una virtud. Si se cumplía con las normas de la buena sociedad, se podía hacer a escondidas todo lo que se condenaba en publico. La mujer se revestía de una armazón de telas, guantes y botines que no dejaban ver un lunar. El velillo de la cara completaba el disfraz de honorabilidad puritana y femenina. Luego la gracia estaba en desvestirla secretamente, de fornicarla entre pelambres, cabelleras, almohadas, ropa interior, sudores y ayes de éxtasis breve.”
Hoy recuerdo a Ani y me pregunto que será de su vida, cuantos hombres pasaron por ella sin entender que su sexualidad podía ser su fuente de sufrimiento, cuantos hombres lograron verla como algo mas que una puta desenfrenada, reflexión que me devuelve a mi misma y todas aquellas que nos hemos responsabilizado por nuestra sexualidad y me pregunto también cuantos hombres han pasado por la vida de cada una de nosotras que sin decirlo nos consideran putas porque en algún momento hemos dejado ver nuestros deseos, nuestra lujuria y voy mas allá, porque las mujeres no soportamos ver como otra se deja de hipocresías y expone sus apetitos sexuales sin tanta falsedad, convirtiéndonos en las crueles juezas de nosotras mismas, me pregunto hasta cuando nosotras dejaremos de ser el brazo verdugo de la patriarcalidad.
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